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En esta ocasión, no voy a hablar como británico, ni como europeo, ni como
miembro de la democracia occidental; sino como ser humano, como miembro de la
especie Hombre, especie de cuya supervivencia cabe dudar. El mundo está lleno
de conflictos: judíos contra árabes; indios contra paquistaníes; blancos contra
negros, en África; y, oscureciendo todos los conflictos menores, la lucha
titánica entre el comunismo y el anticomunismo.
Casi todo el mundo, si es políticamente consciente, tiene decididas
preferencias por una, o por más, de esas partes en lucha; pero quisiera, si
pueden ustedes, que dejaran a un lado tales sentimientos, de momento, y se
consideraran sólo miembros de una especie biológica que ha tenido una historia
remarcable y cuya desaparición ninguno de nosotros puede desear. Intentaré no
decir ni una sola palabra que afecte a un grupo más que a otro. Todos están
igualmente en peligro y, si se comprende el peligro, es posible que todos ellos
puedan, colectivamente, alejarlo. Tenemos que aprender a pensar de una manera
nueva. Debemos dejar de preguntarnos las medidas que sería necesario adoptar
para que obtuviera la victoria militar el grupo de nuestras preferencias, sea el
que fuere, pues ya no existen tales medidas. Lo que debemos preguntarnos es lo
siguiente: ¿Qué medidas se deben tomar para impedir una contienda militar cuyas
consecuencias tienen que ser desastrosas para todos?
La gente, en general, e incluso muchos hombres que ocupan puestos de
responsabilidad, no ha comprendido las consecuencias inevitables que
ocasionaría una guerra con bombas de hidrógeno. La gente, en general, todavía
piensa en ello como algo que aniquila ciudades. Se sabe que las nuevas bombas
son más poderosas que las viejas y que, en tanto que una bomba atómica pudo
aniquilar Hiroshima, una bomba de hidrógeno podría hacer desaparecer las más
grandes ciudades, como Londres, Nueva York y Moscú. Sin duda, en una guerra con
bombas de hidrógeno, las grandes ciudades desaparecerían. Pero esto es uno de
los desastres menos importantes; comparado con los que tendríamos que soportar.
Si, en Londres, en Nueva York y en Moscú, todos fueran exterminados, el mundo
podría, en el transcurso de unos pocos siglos, recobrarse del golpe. Pero ahora
sabemos, especialmente desde la prueba de Bikini, que las bombas de hidrógeno
pueden propagar, gradualmente, la destrucción por una superficie mucho mayor de
lo que se había supuesto. Se ha establecido, sobre bases muy firmes, que hoy
puede ser fabricada una bomba 25.000 veces más potente que la que destruyó
Hiroshima. Tal bomba, al estallar cerca del suelo o bajo el agua, envía
partículas radiactivas a la atmósfera. Después, éstas van cayendo lentamente y
alcanzan la superficie de la Tierra en forma de terrible polvo o lluvia mortal.
Fue este polvo radiactivo el que contaminó a los pescadores japoneses y a su
pesca, a pesar de que estaban fuera de lo que los técnicos americanos creían
ser la zona de peligro. Nadie sabe hasta dónde se pueden propagar semejantes
partículas radiactivas y letales; pero las mejores autoridades en la materia
afirman unánimemente que una guerra con bombas de hidrógeno es muy posible que
terminase con la raza humana. Se teme que, si se emplearan muchas bombas de
hidrógeno, sobrevendría la muerte universal (repentina, solamente para una
afortunada minoría, puesto que la mayoría sufriría la lenta tortura de la
enfermedad y la desintegración).
Ofreceré unos pocos ejemplos, entre muchos. Sir John Slessor, que puede
hablar con autoridad sin igual, por sus experiencias en la guerra aérea, ha
dicho: «Una guerra mundial, a estas alturas, sería un suicidio general»; y ha
añadido: «Nunca ha tenido sentido, ni lo tendrá, el intento de abolir un arma
de guerra cualquiera. Lo que tenemos que abolir es la guerra.» Lord Adrian, que
es la principal autoridad inglesa en fisiología de los nervios, subrayaba
recientemente lo mismo, en su alocución como presidente de la British Association.
Decía: «Debemos enfrentarnos con la posibilidad de que las repetidas
explosiones atómicas llevan a un grado general de radiactividad que nadie pueda
tolerar y del que nadie pueda escapar»; y añadía: «A menos que estemos
dispuestos a abandonar algunas de nuestras viejas adhesiones, podemos vernos
obligados a intervenir en una lucha que podría acabar con la raza humana.» El
Mariscal Jefe del Aire, sir Philip Joubert, ha dicho: «Con la aparición de la
bomba de hidrógeno, parece que la raza humana ha llegado al punto en el que
debe abandonar la guerra como prolongación de la política o aceptar la
posibilidad de la destrucción total.» Podría seguir citando opiniones
semejantes, indefinidamente.
Muchas advertencias han sido expresadas por eminentes hombres de ciencia
y por autoridades en estrategia militar. Ninguno de ellos dice que sean seguras
las peores consecuencias. Lo que sí dice es que esas consecuencias son posibles
y que nadie puede estar seguro de que no se realizarán. No he percibido que las
opiniones de esos técnicos dependieran, en lo mínimo, de sus opiniones
políticas o de sus principios. Dependen únicamente, según lo que han demostrado
mis indagaciones, de la amplitud de los conocimientos de cada técnico en
particular. He podido percibir que, cuanto más saben esos hombres, tanto más
sombrías son sus opiniones.
El problema inevitable y absoluto
Aquí, pues, llego al problema que planteo a todos ustedes, el problema
absoluto, terrible e inevitable: ¿Terminaremos con la raza humana o renunciará
la humanidad a la guerra? La gente no se enfrenta con esta alternativa porque
la abolición de la guerra es difícil. La abolición de la guerra exigiría
limitaciones poco agradables de la soberanía nacional. Pero lo que quizá impida
que se comprenda la situación en mayor grado que cualquier otro obstáculo, es
el que el término «humanidad» parece vago y abstracto. La gente difícilmente se
imagina que el peligro lo corre ella misma, y sus hijos, y sus nietos, y no
solo una humanidad vagamente concebida por ¡la imaginación. Y, por eso, esperan
que, quizá, la guerra puede seguir existiendo, con tal que las armas modernas
sean prohibidas. Temo que esa esperanza sea ilusoria. Cualquier acuerdo para no
utilizar las bombas de hidrógeno, conseguido en época de paz, no sería
considerado obligatorio ya en épocas de guerra, y los dos bandos se pondrían a
fabricar bombas de hidrógeno en cuanto estallase la guerra, pues si un bando
fabricase las bombas y el otro no, el que lo hiciese obtendría
irremediablemente la victoria.
A ambos lados del telón de acero, hay obstáculos políticos para subrayar
el carácter destructivo de la guerra futura. Si cualquiera de los dos
antagonistas anunciara que no recurriría a la guerra por nada del mundo,
estaría diplomáticamente a merced del otro. Cada parte, en defensa propia,
tiene que seguir diciendo que hay provocaciones que no soportará. Cada una
puede ansiar un acuerdo, pero ninguna de ellas se atreverá a manifestar, de
modo convincente, ese deseo ardiente. La situación es análoga a la de los
duelistas de otros tiempos. Sin duda, con frecuencia, ocurriría que ambos
duelistas temieran la muerte y desearan un arreglo; pero ninguno podía decirlo,
puesto que, si lo hubiera hecho, habría sido tenido por cobarde. La única
esperanza, en tales casos, consistía en la intervención de amigos de ambas
partes que sugerían un arreglo, al que se acogían éstas simultáneamente. Esto
constituye una analogía exacta de la situación actual de los protagonistas que
se encuentran a cada lado del telón de acero. Si ha de llegarse a un acuerdo
que haga la guerra improbable, tendrá que ser por los amistosos oficios de los
neutrales, que pueden hablar de los desastrosos efectos de la guerra sin correr
el riesgo de ser acusados de abogar por una política de «apaciguamiento». Los
neutrales tienen perfecto derecho, incluso desde el punto de vista más estrecho
de su propio interés, de hacer cuanto esté en su mano para impedir el estallido
de una guerra mundial, pues, si tal guerra estallase, es muy probable que todos
los habitantes de los países neutrales, junto con el resto de la humanidad,
pereciesen. Si yo estuviese al frente del gobierno de un país neutral
consideraría, ciertamente, que mi deber más importante era el de procurar que
mi país continuara teniendo habitantes, y llegaría a la conclusión de que la
única manera de conseguir esa probabilidad habría de consistir en promover
alguna especie de arreglo entre las potencias que se enfrentan a uno y otro
lado del telón de acero.
Personalmente, no soy, como es natural, neutral en mis preferencias, y no
desearía que el peligro de guerra se alejase gracias a la sumisión abyecta del
Occidente. Pero, como ser humano, tengo que recordar que, si el conflicto entre
el Este y el Oeste ha de resolverse de alguna forma que proporcione
satisfacción a todos, comunistas o anticomunistas asiáticos, europeos o
americanos, blancos o negros, esa forma no debe ser la guerra. Quisiera que
esto fuera entendido en los dos lados del telón de acero. No es bastante, en
modo alguno, que se entienda solamente en uno de los lados. Creo que los
neutrales, puesto que no se encuentran en nuestro trágico dilema, pueden, si
quieren, llevar a cabo esa labor en los dos bandos. Me gustaría ver a una o más
potencias neutrales nombrando una comisión de técnicos, todos ellos neutrales,
para que redactase un informe de los efectos destructores que se derivarían de
una guerra con bombas de hidrógeno, no sólo para los beligerantes, sino también
para los neutrales. Quisiera que ese informe fuera presentado a los gobiernos
de todas las grandes potencias, con una invitación para que expresasen su
acuerdo o su desacuerdo con las conclusiones que de él se derivasen. Me parece
posible que, de este modo, todas las grandes potencias se pongan de acuerdo en
aceptar el hecho de que una guerra mundial ya no serviría a los propósitos de
cualesquiera de ellas, puesto que es susceptible de exterminar a amigos y
enemigos y, por añadidura, a los neutrales.
Según las estimaciones geológicas, el hombre existe sólo desde hace muy
poco tiempo (un millón de años, cuanto más). Lo que ha conseguido, en especial
durante los últimos seis mil años, es algo completamente nuevo en la historia
del cosmos, o por lo menos, de lo que sabemos de él. Durante incontables edades
el sol ha salido y se ha puesto, la luna ha crecido y ha menguado, las
estrellas han brillado en la noche; pero todo ello sólo se ha comprendido con
la llegada del hombre. En el gran mundo de la astronomía y en el pequeño mundo
del átomo, el hombre ha descubierto secretos que habrían parecido imposibles de
descubrir. En arte, en literatura y en religión, algunos hombres han demostrado
una sublimidad de sentimientos que hacen a la especie digna de conservarse.
¿Debe terminarse todo eso en un horror trivial, porque existan muy pocos
capaces de pensar en el hombre, con preferencia a este o a aquel grupo de
hombres? ¿Está nuestra raza tan desprovista de sabiduría, es tan incapaz de
sentir un amor imparcial, es tan ciega para los dictados más simples del
instinto de la conservación, para que la última prueba de su estúpida
inteligencia sea la exterminación de toda vida en nuestro planeta? Pues no
serán sólo los hombres los que perecerán, sino también los animales, a los que
nadie puede acusar de comunismo o de anticomunismo.
No puedo creer que éste deba ser el fin. Quisiera que los hombres
olvidasen sus querellas durante algunos momentos, y reflexionasen en que, si se
conceden a sí mismos la supervivencia, hay toda clase de razones para esperar
que los triunfos del futuro superen inconmensurablemente a los triunfos del
pasado. Ante nosotros existe la posibilidad, si la elegimos, del progreso
continuo en felicidad, en conocimientos y en sabiduría. ¿Elegiremos, en lugar
de ella, la muerte, porque no seamos capaces de olvidar nuestras querellas?
Llamo, como ser humano, a los seres humanos: recordad vuestra humanidad y
olvidad el resto. Si podéis hacerlo, se abre el camino hacia un nuevo paraíso;
si no, ante nosotros sólo queda la muerte universal.