Entre más se adecue el
pensamiento con la realidad, con los aspectos más objetivos de ésta, entre más
grande sea esa adecuación, más creíble será no sólo el discurso pero también la
corriente que de ello emerja e irrumpa. Ciertamente Derrida no compartiría
esto, pero dejemos sus elucubraciones de lado.
Eso es lo que caracterizó a
monseñor Romero, la harmonía entre la teoría y la praxis. Como superó la falsa conciencia religiosa, no le quedó otro remedio que ponerse en
favor de las mayorías sufridas, pero, ojo, en algún tiempo el sufrimiento de
las mayorías populares—condenadas a vivir en condiciones que definitivamente
ofenden la dignidad humana no por causas naturales sólo sino causadas por
intereses mezquinos de ciertos sujetos en la historia— no lo preocupaba ni era
parte de su imaginario político y religioso.
Su discurso, en algún tiempo,
coincidía más con la piedad y la moralidad cristianas. Temas como estos son los
favoritos de los obispos clericalistas y gazmoños. Y es entendible, es que ese tipo de
discurso es el que más le gusta a la clase opresora, ese discurso que hace más
énfasis en el pecado personal que en el pecado estructural, que es en gran
parte el que trae el pecado personal. Cada quien es libre de creer en el
pecado, algo sí es cierto: existe un mal humano (realizado por su mano)
objetivo, en el mundo y en El Salvador, que niega sistemáticamente la vida de
la mayoría y afirma la de un pequeño grupo privilegiado.
Pensar que Monseñor Romero murió
por la defensa de un cuerpo de verdades doctrinales absolutistas y vacuas sería un error
terrible y desfiguraría esencialmente la existencia diáfana de este hombre.
Oscar Arnulfo Romero, ahora canonizado, murió estrictamente por defender las causas de los más desafortunados, los que producto de su pobreza material son “la nada” y “lo exterior” a la totalidad política, económica, religiosa etc.; los que la iglesia oficial defiende más con buena intención y oraciones que con acciones concretas que lleven tensión a los que los oprimen sistemáticamente; a esos defendía el Obispo Romero.
Monseñor Romero es un hombre que
existió en el tiempo y el espacio, no es
un santo etéreo al estilo Tomás de Kempis cuyos tiros todavía resuenan en
algunas conciencias gazmoñas católicas, y no sólo existió como cosa pero como
sujeto activo, por ello transformó su teología y su epistemología y brindó esperanza al
país. Él supo, no por oportunismo o
deseo de llamar la atención, y lo pienso así pues su vida lo confirma, entender
y definir el contexto que determinaba la realidad salvadoreña en ese entonces
de manera precisa.